Un relato navideño

—¡Tolondrones para los preguntones! —soltó su habitual respuesta mi madre cuando pregunté qué era lo que estaban haciendo en su recámara. Cerró la puerta y me quedé del otro lado intrigado por esos paquetes de algodón de los que recortaban trozos con tijeras. Me retiré a jugar y más tarde, con mis hermanas, salimos a casa de uno de los directivos de la compañía minera, no recuerdo su nombre.

Los gerentes y el personal de dirección vivían en una zona que llamaban «La Colonia». Nombre que encuentro muy, pero muy acertado ahora. Eran casas grandes estilo americano con jardines, comodidades y lujos que me parecían de película. Tenía cancha de tenis, cancha de badminton y un casino. El casino era un gran salón de juegos –billar, cartas, dominó– que incluía un boliche de esos en los que había que acomodar los pinos manualmente.

Llegamos a la casa indicada, la última de la colonia, y nos recibió la esposa del directivo. Había más niños y niñas reunidos allí pues, contra mi voluntad, íbamos a ensayar un bailable para la posada de la compañía. Ya mi padre había intentado montar uno conmigo, pero me habían parecido ridículos los pasos que pretendía que hiciera. En mi cerebrito de seis años, los bailables los ponían los maestros de la escuela, no los papás. Él no pudo ocultar su cara de ofendido ante mi tozuda negativa –ya desde entonces marcaba mi temperamento– y desistió.

Cada año la Navidad se celebraba, aparte de en familia, en la iglesia y en la posada de la compañía minera Peñoles, para la cual trabajaba mi padre en el departamento de contabilidad, aunque a mí me sonaba muy importante decir que era «empleado de confianza». En un salón detrás de la iglesia ponían unas mesas largas llenas de juguetes y formados en fila escogíamos uno. Claro, los primeros siempre se llevaban los mejores. Había coches de plástico, muñecas, bolsas con soldaditos, juegos de té, pistolas de agua, cuerdas para saltar, matatenas, bolsas de canicas y pelotas.

Por la noche era la posada de la compañía en el casino. Allí nos dimos vuelo corriendo y jugando. Hicimos el ritual de los peregrinos y presentamos nuestros bailables. Yo iba vestido de vaquero: camisa negra con adornos en los hombros, sombrero tejano, pantalón negro, bigotes pintados, pistolas al cinto con sus respectivas balas plateadas (todavía era normal que los niños jugáramos con pistolas) y unas botas enormes que mi madre había rellenado con algodón, mucho algodón, para que ajustaran y que me había prestado “el Negro”, un vecino adolescente que dibujaba muy bien y que hacía unas figuras de plastilina increíbles. El bailable en que me tocó participar fue El ratón vaquero, obvio. Después de bailotear soplando a los cañones de las pistolas, haciendo como que me liaba el bigote y chupando las balas, como dice la canción, corrimos a partir la piñata. Busqué a mi padre, pero mis hermanas me dijeron que estaba en el baño.

Fue entonces cuando sucedió la maravilla, por la puerta del casino entró el mismísimo Santo Clos precedido por una risa y una voz grave que sonaba: ¡Jojojo! ¡Feliz navidad! ¡Jojojo! Era un tipo gordo, vestido de rojo con solapas blancas, mejillas demasiado coloreteadas, un gorro con su mota blanca del cual salía el pelo blanco que se pegaba con sus barbas como de algodón y unas botas como de bombero. Traía un costal al hombro, aunque bajo el pino del casino ya había muchos regalos. Uno por uno nos fue llamando para entregarnos nuestro regalo mientras yo buscaba a mi padre para compartir la emoción, pero este seguía atorado en el baño. ¡Se lo estaba perdiendo! y él era el fotógrafo que siempre tomaba constancia de los grandes eventos. Acto seguido, Santo Clos dijo mi nombre y agregó algo así como: —¡Venga para acá mi…! —carraspeó y todos rieron. Recibí el regalo de sus manos, aunque no se me permitiría abrirlo hasta la mañana siguiente. Siguió con su encomienda y terminando de entregar el último regalo se despidió: ¡Jojojo! ¡Feliz navidad! ¡Jojojo!

Yo estaba emocionado, feliz y seguía buscando a mi padre. Minutos después de la partida de Santo Clos, apareció. Traía las mejillas muy sonrojadas y el cabello despeinado. Le conté lo sucedido y rio conmigo. Mis hermanas me miraban y reían a carcajadas en una complicidad que no entendí. Cargamos de regreso nuestros regalos y las enormes bolsas de bolo navideño retacadas de cacahuates enteros, galletas de animalitos, naranjas y esos dulces espantosos que siguen siendo las colaciones con centro de anís. ¡Puaj! Puro relleno, rara vez traían un dulce bueno.

Al día siguiente pudimos, por fin, abrir nuestros regalos y salimos a la calle a presumirlos con los demás niños que hacían lo mismo. Camioncitos repartidores de refrescos, arcos con flechas, pistolas de El Llanero Solitario con su antifaz, muñecas para mis hermanas, juegos de mesa, rompecabezas y pistolas lanzadoras de dardos con ventosa, que nunca se adherían a nada, con sus respectivas dianas. Las mías traían un tiro al blanco con seis pájaros de distinto color en línea que giraban al acertar. Mi puntería era buenísima.

Siempre me pregunté por qué mi padre se había perdido ese maravilloso suceso. Hace unos días lo vi y se lo recordé. Rio con una gran sonrisa. Yo escuché en mi cabeza aquel ¡Jojojo! tan parecido a la risa de mi padre.

Chema Frías

Compositor tratando de escribir algo más que canciones.

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