Un redentor cuadrúpedo

La alarma sonó a las 7:30 de la mañana. Estaba programada cuarenta y cinco minutos más tarde después de la hora habitual desde hacía tres semanas, ¿o cuatro? Miento, creo que desde hacía cinco. La principal bondad de trabajar desde casa era no tener que salir a navegar las atestadas calles de la Ciudad de México; sin embargo, los últimos días había extrañado hasta expulsar el catártico “¡vienes en contra, pendejo!”, al que se hacen acreedores aquellos ciclistas que transitan en sentido contrario en la ciclovía. Casi siempre son los triciclos de carga que se desempeñan como sucursales nómadas de pan dulce y café de olla, o algún extranjero creyente de que su dorada cabellera le otorga vía libre para romper las reglas viales de un país subdesarrollado.

Me paré de la cama para preparar la cafetera y darme un baño. Cada mañana, cuando salía de la regadera, el olor del café inundaba mi pequeño departamento. Dicha rutina era una de las pocas actividades que habían permanecido intactas desde el inicio de la cuarentena. A partir de que las autoridades sanitarias hicieron oficial el encierro obligado, los escépticos comenzaron a escasear en las calles.

Por lo general no me gustaba ir al supermercado, pero ahora era mi actividad favorita de la semana. Era el único momento en el que podía sentir los rayos del sol envolviendo mi cuerpo y ver a las personas paseando a sus perros. Siempre había querido uno. Durante mi infancia mis padres no pudieron darse el lujo de alimentar una boca más. Ahora era un adulto, pero lo caro que cuesta serlo me seguía privando de poder tener mi propio amigo canino. Salir a la calle a la misma hora que ellos paseaban, era mi manera de sentir que yo también poseía uno.

Envidiaba a Charlie —el vecino del departamento de arriba— porque era uno de los pocos privilegiados del edificio que gozaba de la compañía de un perrito. El día que me mudé lo conocí. Me ayudó a cargar un sillón por las escaleras y le invité una cerveza en señal de agradecimiento. Nos saludábamos con camaradería, pero sólo habíamos vuelto a interactuar la vez que me pidió prestado mi taladro.

Su acompañante de cuatro patas se llamaba Abel. Su pelaje pardo y la cojera, apenas perceptible, de su pata derecha trasera, me hicieron saber que había sido rescatado por Charlie, el residente del 306. Conocía perfecto las horas de comida de Abel. Dos veces al día escuchaba sus patitas moverse a toda velocidad corriendo de un extremo del departamento al otro. El primer festín era a las diez de la mañana y el segundo a las siete de la noche. Cuando Charlie veía alguna película, Abel le gruñía a la televisión. Nunca había escuchado ladridos provenientes del departamento de arriba. Algo que cambió durante la temporada de reclusión.

Charlie se convirtió en la clase de persona que hace que los demás aceleren el paso o se cambien de banqueta


Al menos tres veces por semana coincidía en el pasillo con Abel y Charlie. Sin importar qué tan cargado fuera, en cada uno de los encuentros me detenía a acariciar el lomo del alegre cuadrúpedo. El mestizo can gozaba de un pelaje que causaba adicción al tacto. Al recorrer su espina dorsal con mis dedos sentía una satisfacción sólo comparable a la de clavar el puño en una cubeta llena de frijoles crudos. A cada encuentro, Abel parecía más feliz de verme que en el anterior. Caso contrario a lo que transmitía Charlie. Antes del inicio de la cuarentena, cada vez que nos encontrábamos en las escaleras decíamos que a ver cuándo se armaban otras chelas; algo que ambos sabíamos que nunca iba a suceder, pero servía para mantener una conversación breve y cordial. Charlie fue de los primeros habitantes del edificio en comenzar a usar cubrebocas. Cuando el resto de los vecinos adoptamos también esta medida, él sumó una careta de plástico a su vestimenta. La última vez que me lo crucé en la entrada, había reemplazado el cubrebocas y la careta por una máscara de soldar. El vidrio fotosensible había sido retirado, así que lo único que podía verse de su rostro eran sus apagados ojos verdes. El vigilante de la entrada y yo nos volteamos a ver sin saber si esta medida lucía ridícula o atemorizante. Charlie se convirtió en la clase de persona que hace que los demás aceleren el paso o se cambien de banqueta.

La monotonía de los días provocó que registrar el paso del tiempo fuera algo cada vez más irrelevante. La macabra similitud de cada día con el anterior y el siguiente, sólo la había experimentado Sísifo en el inframundo. Charlie y Abel dejaron de ser vistos en el exterior. Por el sonido de las pisadas de ambos, pude notar que las comidas tenían horarios cada vez más inciertos. Durante la madrugada se volvió común escuchar que las puertas eran azotadas o arañadas. El veloz caminar en cuatro extremidades perdía más y más potencia; algo que era evidente porque el impacto de las garritas contra el piso se escuchaba de manera intermitente, e incluso descoordinado, pero lo más inquietante fue escuchar, por primera vez, un ladrido proveniente del departamento 306.

Los ladridos pasaron de ser esporádicos a frecuentes; de tímidos a sonoros, hasta convertirse en rugidos propios de un animal desesperado. Podía soportar las excentricidades de Charlie, pero jamás iba a perdonarle el sentimiento que su irresponsabilidad arrancó de mí: por primera vez en mi vida odié a un perro.

Una madrugada, los bestiales aullidos y rasguños alcanzaron tal nivel que no tuve otra opción que a ir a confrontar a Charlie. Para mi sorpresa, afuera de su departamento ya se habían reunido otros vecinos y el vigilante del edificio. No hubo necesidad de cruzar palabra alguna con ellos, las miradas de hartazgo que todos los presentes portábamos, hablaron por sí solas. El vigilante y yo nos pusimos al frente del batallón de inquilinos enardecidos. Al acercarnos a la puerta, notamos que un fétido aroma se escapaba por la comisura del marco hasta encontrar refugio en nuestras cavidades nasales. Sentí mi estómago contraerse y expandirse con violencia. Mis rodillas se flexionaron. A manera de reflejo, llevé a mis labios el dorsal de la mano izquierda buscando prevenir cualquier tipo de expulsión a través de mi boca. El vigilante y yo azotamos nuestros puños contra la puerta al unísono. La rabia que ambos conteníamos halló una salida en la superficie de madera que nos separaba del interior. Los ruidos dentro del departamento se disiparon y dieron lugar a un tímido llanto canino. Volvimos a tocar la puerta. Nadie abrió y los sollozos aumentaron. Cada uno de ellos acentuaba la resequedad en mis manos y garganta. En mi mente le prometí a esa desdichada criatura que yo me haría cargo de ella a partir de esa noche.

Continuamos tocando sin que nadie apareciera del otro lado. Cada vez con mayor violencia y gritando el nombre de Charlie. Nada. Transcurrían los minutos y seguíamos sin obtener respuesta. Sin haberlo notado, los rostros encendidos por la ira habían sido reemplazados por semblantes consternados. Hartos de la situación, pero también preocupados por el estado de salud de Charlie, decidimos entrar al departamento. Para nuestra sorpresa la puerta no tenía ningún tipo de seguro. Giré la chapa y la puerta se abrió. Antes de que mis ojos pudieran asimilar lo que había frente a nosotros, el fúnebre olor que reinaba en el 306 recorrió mi sistema respiratorio y se impregnó en las prendas que vestía. Unos no pudieron contener el vómito, otros se desmayaron y el resto gritaba despavorido.

En una esquina de la sala, se encontraba Abel inerte. Inmóvil no por estar sumido en un profundo sueño, sino porque ningún cuerpo desollado es capaz de seguir respirando; sus patitas estaban incompletas a causa de las mordidas y zarpazos que le habían infligido. De la habitación principal emergió Charlie arrastrándose. Más bien, el ser que solía ser Charlie. Su cabeza estaba cubierta por una máscara hecha con lo que, en otros tiempos, había sido el pelaje de Abel. A pesar de su rudimentaria hechura, pude distinguir que de cada lado colgaba una orejita. También que dos ojos esmeralda fulgurantes se asomaban a través de dos orificios desiguales. Su piel estaba cubierta por un recubrimiento rojizo y uniforme que desprendía un penetrante tufo a hierro. Se acercó a mí caminando en cuatro patas, justo como hacen los perritos, y comenzó a lamer mi mano derecha, también como hacen los perritos. Fui cautivado por su tímido andar y me puse en cuclillas. Acaricié su cabecita y la piel canina que ahora le pertenecía. Volví a sentir mis dedos surcar la hipnótica textura. Su mirada se conectó con la mía y entre suspiros solo pude decir: ¡siempre había querido un perrito!

Mauro Azúa

Le gusta escribir porque cree que contar historias es la manera más pura de compartir con las personas cómo vemos el mundo.

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