Solsticio con olor a pan

​Ya iban a dar las cinco. El antiguo reloj de pared con su tic-tac le recordaba a Otoño que debía poner la masa en el horno. Sus manos regordetas se enfundaron en los guantes con forma de zorritos

–¡Ay, pero dónde dejé las nueces!

Iba y volvía con el refractario en las manos, su falda larga hecha con varias capas de hojas se balanceaba con un movimiento jacarandoso mientras se paseaba por toda la cocina. Era una casa más bien pequeña dentro del tronco de un árbol, los muebles estaban tallados aprovechado la madera interna; los sillones, recubiertos con unos mullidos cojines rojos y verdes que ella había tejido aquella temporada de 1995 cuando el Verano se alargó tanto, que tuvo algo de tiempo libre para hacerlos. Había libreros altos en las dos esquinas de la sala, llenos, obvio, de libros de cocina y repostería; por ahí se colaba alguna que otra novela: El Doctor Zhivago, León el Africano, El amor en los tiempos del cólera. Claro, los había leído, si a una le regalan un libro, lo menos que debe hacer es leerlo, por cortesía y para tener de qué platicar en la siguiente reunión. La mayoría le habían gustado, sólo esas narraciones rusas que nomás no acababa de entender, siempre tan dramáticas y con fines catastróficos, en todas se habla del frío y nunca le hacen justicia a su querida Invierno, si la conocieran y vieran qué linda muchacha es.

Por fin aparecieron las nueces que unos ratones ya enfilaban hacia su madriguera –Ya me las pagarán, traviesos! Voy a invitar al gato del vecino para que venga a jugar un rato con ustedes.–Técnicamente estaba todo listo. Se apresuró a quitarse el delantal y de pasada puso un poco de rubor en sus ya chapeadas mejillas, se acomodó el adorno de nido de golondrina que sus bucles detenían y se puso un poco de Agua de las Maravillas de Hermès.

Sonó la campanilla y un discreto toc-toc en la puerta. Como siempre, llega temprano quien vive más cerca. La pequeña Invierno, con su faldita lacia y negra, igual que sus cabellos, sostenía dos termos, conteniendo en uno de ellos el ponche que le habían encargado.

–Pasa, mi niña, no te quedes en la entrada por favor.

–Ay, muchas gracias.

–Nadie hace como tú el ponche, será porque solo en tu jardín se dan tan bien las guayabas.

–Ay, ji,ji, ji.

Una sonrisa mas bien incómoda se dibujó en el rostro de la jovencita. Después de quitarse la capucha del abrigo dejó ambos termos en la mesa del recibidor, al lado del portarretratos de plata que mostraba la cara ceñuda del Señor Tiempo, siempre tan serio y tan elegante.

Se sentó en un mullido sillón, haciendo el esfuerzo para no hundirse en él, mientras sus frías manitas cubiertas con anillos se alisaban la falda.

–Qué delicia nos has traído, querida Primavera! Pero si son bocadillos salados de azahar! –cantaba Otoño mientras veía con ojos de niña esos pequeños cuadritos adornados con sombreritos de aceitunas perfectamente acomodados en un platón de Talavera.

–No es nada, me han ayudado las abejas a cambio de permitirles estar un poco de tiempo más en los limonero. Esas golosas… pero las entiendo, nadie iguala mis árboles bien formados uno tras de otro, herencia de mi abuelo el general y sus antiguos trabajadores árabes, que diseñaron un jardín similar al de la Alhambra.

Y era cierto, nadie podía competir con el jardín de la casa de Primavera, todo gracias a una estrategia arquitectónica que disfrazaba con la belleza de las fuentes un sofisticado sistema de riego para que a ninguna planta le faltara el agua necesaria para florecer.  Se habían colocado además con mucho cuidado, de modo que entre ellas hubiera espacio suficiente para crecer y aprovechar el juego de luces y sombras que cada planta requiere conforme pasan las horas.

–Siéntate por favor, ya te tengo lista tu copita de Jerez –dijo Otoño.

Primavera acomodó uno de sus canosos caireles, que se había escapado del prendedor índigo de Mariposa. Conocía a Otoño de muchos años atrás y sin embargo no podía evitar sentirse un poco sofocada en la casita tan “acogedora” de su amiga. Aunque todo estaba en orden, no dejaban de inquietarla tantas hojitas que andaban en el suelo, producto de los vaivenes de la falda de su amiga. Echó una ojeada a los libros del estante que tenía más próximo

–Espero hayas disfrutado la última novela que te regalé, estoy pensando si ahora darte algo de Sofi Oksanen o ese libro que utilizaron en la serie de Chernobyl, muy bueno, por cierto.

–Sí, mucho –respondió no sin cierta duda –ya casi lo termino, ese pobre Doctor, todo lo que le pasó en la guerra, con tantos bandos uno ya no sabe quiénes son los malos y quienes los buenos. Ay, pero no aburramos a la pobre de Invierno. No te preocupes pequeña, ya salió la película, así te puedes ahorrar tiempo.

Y con un guiño aprovechó para cambiar el tema a algo mas feliz y a la vez permitir que se sintiera más cómoda la invitada más joven.

–No ha llegado Verano, pero podemos empezar a acomodar el tablero, ¿qué les parece?

 

–Mmm… No me sorprende que no haya llegado, ya se le va haciendo costumbre. Parece que nació el día de los Santos Impuntuales. Luego por ello las demás tenemos que estar corriendo y acoplando fases lunares, mareas y vientos. Pobre Luna, con tantas juntas para lograr acuerdos entre sus agremiados y que de pronto a Verano se le ocurra alargarse más. Ni siquiera los fenómenos del Niño han aparecido cuando les correspondía. Un día de estos se van a lanzar a la huelga por incumplimiento de condiciones laborales y buena la vamos a sufrir todos. Ya me imagino las pancartas en la escalinata del Congreso.

–Bueno, bueno, no te exaltes, querida, que por eso te dan jaquecas y aquí no tengo hojas de pirul para que te las pongas en las sienes, mejor ayúdale a Invierno a contar las canicas y separarlas por colores.

Las tardes de Damas chinas eran ya una tradición. Ahora en el solsticio le tocaba a Otoño ser la anfitriona, y nada la divertía más que recibir a los amigos en su casa. Podría sacar la vajilla elegante para su amiga Primavera y dejar que los demás probaran sus mas recientes descubrimientos culinarios, como ese panqué bañado en rompope que estaba a punto de sacar del horno. El aroma ya llegaba hasta la copa del árbol inundando de calor y vainilla envinada cada rincón de la casa.

Ya habían separado todas las canicas y repartiéronse los colores: azul para Invierno, lavanda para Primavera, Otoño quería las amarillas pero prefirió apartarlas para Verano, ¡qué raro que aún no hubiera llegado!

Se oyeron las campanas de la puerta junto con los ladridos del perro de Verano, Invierno no pudo evitar sonrojarse y la respingada nariz de Primavera saltó.

–¡Pero mira cómo vienes! –exclamó Otoño al mismo tiempo que le obsequiaba una enorme sonrisa a ese muchacho que no pasaba de los veinte, cejas pobladas y mirada profunda. Venía de tenis, lleno de pasto y lodo, sudando, con la correa del perro en una mano y la pelota de futbol en la otra.

–Perdóname tía. Se me hizo tardísimo con los muchachos, el partido estaba súper emocionante. Nadie se quería ir hasta que no desempatáramos.

Entró con pasos joviales y soltó la correa del perrito que corrió a olisquear las botas altas de Invierno.

–Bueno, pasa y lávate. ¿Quieres que te sirva algo? Primavera ha traído unos bocadillos riquísimos y ya sabes que el ponche de Invierno es legendario. Aunque ahora te sentaría mejor una limonada con mucha agua mineral.

–También traje un poco de té verde frío por si alguien prefería algo no tan caliente –dijo como para sí Invierno.

–¡Ah! El té me vendría bien para recuperar electrolitos. Sí, tía. Traigo un cambio de ropa en la maleta, pero primero voy a saludar a las demás.

Se acercó de tres zancadas a la mesa, haciendo temblar todas las canicas que ya había puesto animosamente Primavera, quien, desprevenida ante el abrazo de Verano, solo atinó a sacar su pañuelo para después limpiarse la huella húmeda del futbol y disimular la sonrisa que ese muchacho lleno de energía le provocaba. Después, el chico se acercó a Invierno y de paso le dio una caricia en el lomo a su perrito, que se había echado bajo la mesa. La chica no pudo más que soltar un suspiro.

Se reunieron por fin en la mesa para jugar mientras reían y sorbían el ponche de Invierno. Platicaron de todo un poco; de los intentos de cortejo que ella había recibido por parte de su vecino J.W. Ciclón, de las reuniones de trabajo que debían darse pronto con el Señor Tiempo para planear el cronograma anual. Otoño supo esa tarde que el mundo iba a estar bien por un año más.

 

Patricia Ledesma Bouchan

Nacida en CDMX en 1978. Su campo de acción son los museos y la historia. Amante del té verde y los buenos libros. Le encanta contar historias y ahora le ha dado por escribirlas.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *