Siempre tuve curiosidad por el cielo nocturno, podía pasar noches enteras mirando al firmamento. Al paso de los años, deseo y luminosidad fueron poco compatibles. La contaminación no permitía escudriñar gran cosa, así que de repente, como por instinto, necesité buscarme los remedios. Así es, cariño, la necesidad arriata a la montura.
La primera ocasión llegué hasta una pequeña construcción. Una puerta y un ventanal se medio mostraban entre la bruma y el polvo. Barrera de metal rojo corroído, casi desdentado… una silueta. Acceso denegado, muy comprensible. En definitiva, la media noche no es el mejor momento para las visitas.
Al paso de las semanas fui tomando valor, la cobardía cedió ante el hervor de la sangre. En cada ocasión mis pasos se adentraron más.
Cuando menos me di cuenta, corrí entre bosques disfrutando del crujir de las hojas. Fue excitante hacerlo con los pies descalzos. A cada ocasión, los guijarros se volvieron más benevolentes con mi persona; sigilosos, oportunos, inadvertidos.
Las primeras veces me sentía tan juguetona como el viento de febrero. ¡Podía recorrer largas distancias sin cansarme! No se trataba de transitar por allí sin ton ni son, por el contrario, en cada trayecto mis sentidos se embebían entre tierra y raíces. Era mi dominio vital.
Ahora que lo pienso, las primeras aventuras fueron como fiestas de cumpleaños. Sin reglas, sin prohibiciones, sin límites. Codornices, conejos, reptiles… Lo disfruté tanto.
Es curioso cómo se anegan poco a poco tus entrañas. Las correrías ya no son suficientes, los juegos dejan de ser necesarios. Todo fue tomando forma dentro de mi mente. Elección, acoso, derribo, captura… muerte.
Los agregados han sido realmente divertidos. ¡La manera en que el desagüe de la regadera abdicaba al vello corporal! ¡Los agujeros en el patio de la casa! ¡El balón que arrebaté a los muchachos que jugaban junto al estanque! ¡Su cara cuando lo hice pedazos en sus propias narices!
También descubrí cosas menos agradables. Las pulgas, peccata minuta. Aquella garrapata realmente me hizo enfurecer. Clavé mis garras detrás de la oreja. No fue un rasguño, disfruté cuando la piel se abrió en cada una de sus capas, olí el ferroso arroyo carmesí que caminó por la contracción de mi cuello. Probé, sonreí.
He de decirte que no salía a diario, me percaté que mis andanzas corrían a ritmo de 29 días. Cada paseo obedecía a una tonalidad propia, a veces festiva y alegre, otras fúnebre y depresiva. Al correr del tiempo, el segundo tipo superó al primero.
Así fue como llegué a ti, a través de las pequeñas cosas. La sensación de mis dientes mancillando tejidos, machacando nervios, devorando comisuras. Una y otra vez, a vuelco de sol, frente al espejo. Un iris veteado en oro; un estudio pintado en escarlata.
Ahora estás aquí, atado. Los dos desnudos, la tentación resuelta en realidad. Por cierto, amor mío, no tienes que temer a la plata, al agua santificada ni a otros tantos cuentos. Lo único a lo que debes temer es a dejar de amarme.
A la mañana siguiente, un cuerpo yacía desnudo, inerte. En el reverso, las marcas de las uñas armonizaban con los caninos incrustados sobre el cuello, mientras un último aliento se difuminaba entre sexo, placer y luna llena.
Francisco Mariscal
43 años. Abogado. Escribe por el gusto de describir la realidad… desde su perspectiva.