Había… No, no, perdón, es que no sé cómo empezar; la verdad es que me da un poco de penilla.
Bueno, es que hace unas semanas ya andaba cantando las de José Alfredo, ya quería andar pateando el otro barrio.
Mi amiga Lucy me vio muy mal; yo traía ojeras de varias semanas en las que dormía pero no descansaba. “La vida no vale nada”, “que se acabe el mundo”, “yo ya no quiero estar aquí”. —A ver, espérate, yo sí quiero ver crecer a mis hijos, a mí no me interesa lo del meteorito, ni nada de eso. Si quieres te paso el teléfono de un psiquiatra —dijo como si nada. Me le quedé viendo, le respondí que no, que todavía lo podía sobrellevar así: al chilaquil.
Los días seguían pasando y ni el mal dormir ni mis ganas de conocer la barca de Caronte se me quitaban. Decidí hablarle a Lucy y pedirle el teléfono.
Hice una cita virtual porque el consultorio estaba pasando la chingada esquina donde da vuelta el aire. Hasta eso no me fue tan mal, me la dieron para quince días después. Bien podía esperar dos semanas, al cabo que ya parecía muerto fresco.
Llegó la tan anhelada fecha. La señorita secretaria, que seguro es un robot, me dio un acceso para entrar a la página. Apareció una leyenda: “El doctor se encuentra en consulta, lleva retraso, no se desconecte, pronto lo atenderá” ¡Puta madre, ok, ok, ok! Inhalé y exhalé para calmarme, al final pensé que era igual que estar en un consultorio y debía tener paciencia.
Después de un buen rato de espera en el que ya me estaba sacando los ojos, se conectó.
—Buenas tardes, soy el doctor Mengano, una disculpa por el retraso. ¿En qué le puedo servir?
—Sí, no hay cuidado —dije, mientras pensaba que hay gente muy loca que tiene que ventilar sus patologías. Le expliqué que llevaba semanas durmiendo sin descansar, que tenía un interés genuino en cómo serían las puertas de San Pedro, le conté todo sin tapujos.
Después me hizo las preguntas de rigor: que si había diabetes en mi familia, que si hipertensión y todos esos males.
Le dije que mi papá estaba gordo y le fallaba el corazón y que mi mamá estaba un poco más sanota.
—Muy bien, ahora: ¿enfermedades psiquiátricas?
—¡Uy, sí! Mi hermana es bipolar y esquizofrénica y pienso que mi hermano es un sociópata, eso no se lo puedo asegurar así científicamente porque el diagnóstico lo hice yo, el de mi hermana sí está hecho por un especialista.
Así nos seguimos platicando por un buen rato y me di cuenta de que sí le ponía atención a sus pacientes. Seguro por eso llegó tarde a nuestra cita virtual, pensé con sorpresa.
Al terminar la consulta me dijo que me iba a mandar por correo mi receta electrónica y unos panfletos para explicarme más acerca de mi padecimiento.
Luego, luego le pregunté si no iba a haber problema con la receta electrónica por ser un medicamento controlado. Respondió que me indicaría en qué farmacias comprar y que, de todas formas, me iba a dar el teléfono de un representante que podría atenderme. Al escuchar esto me relajé.
Imprimí lo que me envió y leí mi diagnóstico: Ansiedad con depresión y psicosis moderada.
Cuando leí el nombre de los medicamentos pasé saliva lentamente; hasta donde recordaba, costaban un ojo de la cara. La farmacia que recibía las recetas digitales estaba algo lejecitos y, con mi sentido de ubicación descompuesto, seguro mi paranoia y psicosis aumentarían.
Al día siguiente tomé mi coche, programé el Waze y me fui a la aventura para buscar la farmacia, después de un par de vueltas fallidas, la encontré.
—¿Me puedes surtir esta receta, amigo?
El dependiente estiró la mano con delicadeza, arqueó la ceja. —Sí, pero para este necesitas la receta física, el otro medicamento sí te lo puedo vender sin problema.
—Pero me dijeron que aquí podía surtir las digitales.
—Sí, pero con la firma real —dijo con tono delicado pero autoritario.
—Dame la que sí se puede, pues.
¡Coño! ¿Qué iba a hacer entonces? Se me prendió el foco y me acordé del representante surtidor. Le mandé un WhatsApp al señor Pastillas:
—Sí claro, cuesta tanto, primero me tienes que depositar y te la surto al otro día.
Le pregunté si la entregaba a domicilio, me dijo que llegaba hasta Indios Verdes. La ruta no me quedaba, así que le pedí que me lo mandara por Uber.
—Sólo que los sábados no trabajo, sería hasta el lunes.
Cuando leí eso las venas de los ojos se me saltaron como cuando a Ren y Stimpy los shockeaba algo. No me quedó de otra, hasta el mentado lunes ¿qué iba a hacer? Lo que me calmó un poco fue saber el precio, eran sólo 200 pesos. Yo me acordaba que, en ocasiones, le había comprado a mi mamá pastillas similares y estaban arriba de los mil pesos.
Sábado
Me levanté sin ganas de levantarme, no tenía hambre, no desayuné. Empecé a ver cómo la psicosis venía derechita hacia mí para recordarme algo que había hecho. “Me van a meter al bote”. Empecé a sudar frío, las horas pasaban, no lograba calmarme, ya me veía con mi vestimenta café, me van a agarrar a palazos por lo que hice. ¡Soy inocente, como “Pepe el toro”!
Inhalaba y exhalaba, me sudaban las manos, no salí de mi habitación en todo el día.
Según yo, lo que hice no es un delito, ¡y ni crean que les voy a decir qué fue! Porque si lo hiciera sería una confesión por escrito y hay que cuidar lo que uno dice, y más lo que escribe.
Me sentía fatal, dormí un rato, luego me puse a ver el canal de cocina, me entretuve viendo cómo hacían un estofado de nalga con cerveza. Me dio hambre, comí cualquier cosa, me volví a dormir.
Domingo
Faltaban menos horas para que me surtieran el medicamento, estaba todo en orden, mandé la transferencia, sólo era cuestión de ver pasar el tiempo toda sudorosa. La idea de ir al botellón tampoco se iba, Lucy me dijo que a lo mucho sería una multa económica, pero ¿cómo la iba a pagar si no tengo dinero?
Me temblaba la boca, tenía empapada la playera del pijama, pensé que así se sentirían los que tienen síndrome de abstinencia. Se siente re feo. No podía llamarle a Lucy porque no estaba en la ciudad. En eso me acordé que mi mamá usaba unas pastillas similares para dormir, todavía tenía algunas. Me distraje un rato tratando de sacar la medida que debía tomarme, porque el medicamento que tenía era en pastillas y el doctor Mengano me las había mandado en gotas. Entonces dudaba y dudaba de cómo sacar la cantidad exacta. No quería una sobredosis, si me iba a ir de esta vida sería por decisión propia y no por un pasón.
Dejé de jugarle al Heisenberg y repetí la rutina del sábado hasta que llegó la noche, de nuevo dormí, pero no descansé.
Lunes
El señor Pastillas se comunicó para avisarme que ya tenía el medicamento, le mandé el Uber, le di instrucciones al conductor de que lo iban a estar esperando en la zona “X” del hospital. El chofer dijo que no iba a entrar al estacionamiento porque había que pagar, le dije que yo absorbía ese costo extra y entró pero no veía al vendedor. Mis nervios se ponían cada vez más de punta. Mandé a don Pastillas y a don Uber al lugar “Y” del hospital. Lo mismo: no se encontraban. Sabía que yo debía haber ido personalmente. Por fin coincidieron en Urgencias. ¡Urgencia era la que yo tenía de tomarme esas gotas!
Después de una hora de camino llegó el conductor, dijo que el viaje no estaba pagado, ¡claro que estaba pagado!, le discutí. Checó la aplicación, me pidió mi número de confirmación: 3742, le arrebaté el medicamento y cerré la puerta.
Tiempo después empecé a sentir cómo mi cuerpo se iba calmando, el temblor de los labios disminuía de velocidad, la ansiedad y psicosis se iban durmiendo suavecito… nada más en el mundo me importaba.
Unos días después hablé con Lucy, le conté toda mi odisea, me dijo que le hubiera hablado, que ese fin de semana a la mera hora ya no salió de viaje. El chavo que la había invitado a pasear murió de un ataque fulminante al corazón; estaba entrenando para correr un maratón y ahí se desplomó.
Lucy insistió en que debí llamarle, que a la vuelta de su casa hay una farmacia que vende medicamentos controlados, muchas veces sin receta. Según ella ahí las rellenan o no sé qué chanchullo hacen. El efecto Ren y Stimpy volvió a ocurrir.
Aprendizaje 1:
La próxima cita será presencial, me vale un cacahuate ir hasta el quinto infierno y pagar un dineral en estacionamiento, pero yo me traigo mi receta. Cabe mencionar que, en la siguiente cita, al doctor Mengano se le olvidó firmarla y yo no me fijé, lo que nos lleva al:
Aprendizaje 2:
La próxima vez, en caso de emergencia, acudiré a mi dealer de confianza, Lucy, que me dio un excelente servicio, me la consiguió en la farmacia de por su casa y no me cobró el Uber.
Pobre muchacho ese del Maratón, ¿verdad? Ojalá le haya alcanzado para pagar las dos monedas de plata que te cobra Caronte para cruzar al otro lado.
Erika Arlanzón
Mejor conocida como «Kika la de las carnitas de Polanco». Nació en la Ciudad de México. Es artista multidisciplinaria, con licenciatura en Teatro y certificado en Literatura de la Universidad de las Americas, Puebla.
Comenzó su camino en las letras en la adolescencia. Ha colaborado en diversas antologías de cuento como Innominable fantasía y Amor, de editorial Shamra. Público su primer libro en solitario con la editorial Ediciones y punto, con el libro Costumbre macabra, un compendio de Hai-kus acompañado de fotografías de su autoría cuya temática es la violencia de género.
Su literatura es un abanico de colores que van desde los negros sórdidos hasta el colorido humor negro. Actualmente, está escribiendo su primera novela.
Eu et tellus vestibulum taciti et sit, nunc enim ipsum donec aliquam vitae, per mauris, amet ultrices. Pellentesque amet proin ut vestibulum eleifend nam, wisi vel tellus pulvinar mi risus consectetuer, sed faucibus facilisi, accumsan nam.