Esa Navidad estaba destinada a ser especial; era la primera que pasaba con Elvia y también era la primera que no iba a festejar. Ella era atea, pero distaba mucho de ser una de esas personas que presumen no creer en Dios y cuando les urge algo, lo primero que hacen es disculparse con él por haberse alejado, para después pedirle que use su poder para ayudarles. La educación que Elvia recibió en su casa fue del ateísmo más puro y, como tal, no se burlaba ni mucho menos odiaba a los creyentes. Ella era y dejaba ser, por lo menos hasta esa Navidad en que me pidió no adornar la casa con motivos de la época porque eso sí se le hacía cursi e infantiloide. Acepté su condición para no empezar nuestro matrimonio con el pie izquierdo, y creo que fue una buena decisión.
Era el mero 24 de diciembre, iban a dar las siete de la noche, pero ya había oscurecido por completo. Aunque Elvia había insistido que me fuera a festejar con mi familia, quise quedarme con ella. En la mañana había ido a casa de mis papás a dar el abrazo y a dejarles los regalos que les había comprado a ellos y a mis hermanos. Trataron de tragarse su tristeza cuando nos despedimos, pero no pudieron; mi madre derramó unas lágrimas y mi papá la abrazó desconsolado. Yo tuve que hacerme el fuerte para que las cosas no se pusieran peor. Romper así las tradiciones familiares era demasiado violento pero, si quería tener un futuro con Elvia, tenía que empezar a acostumbrarme.
Pasara lo que pasara, siempre me reunía en casa de mis padres con mis tres hermanos y sus respectivas familias a pasar la Nochebuena. Era mi festividad favorita del año, más aun que mi cumpleaños, porque además de recibir presentes, lo mejor era buscarle el regalo perfecto a cada quien. Esa noche no estaría ahí para verles la cara a todos cuando abrieran sus bolsas y sus cajas envueltas, sería hasta la Navidad que volvería a verlos y podría abrir los míos.
Estaba tumbado en el sofá con unos jeans, una camisa de cazador de franela y unos calcetines afelpados que me permitían caminar por la madera del departamento sin enfriarme. Veía, casi sin parpadear, la esquina donde hubiera querido que estuviera el árbol navideño. Lo visualicé perfecto: era natural, así que la estancia olería a pino todo el día; tenía luces rojas y amarillas y esferas de todos colores, además de imitaciones de los bastones de dulce típicos de la temporada, pero el adorno que más quería ver era una pequeña carita de Santa Claus que teníamos en casa y que poníamos justo en el centro del árbol. La carita podría confundirse con la de un bebé si no fuera por las barbas canosas y el gorro rojo. Cuando Elvia vio por primera vez ese rostro insertado en medio del pino me confesó que le pareció horripilante. Decía que más bien parecía un depravado que ponía cara de niño para poder acercarse a los menores que creían en Santa y ultrajarlos. Su teoría era un poco paranoica, pero muy imaginativa; era muy Elvia.
Me encontraba perdido en mi fantasía cuando ella notó mi nostalgia. Se acercó, se sentó junto a mí y comenzó a hacerme cariñitos con las uñas en la cabeza. Esas uñas largas sabían a la perfección cómo rozar mi cuero cabelludo para mandarme a otra galaxia. No tenía el gesto pícaro que me lanzaba cada que enredaba sus dedos en mi cabello, más bien su semblante era de preocupación.
—¿Estás seguro de que no quieres ir a casa de tus papás? Para mí es una fecha equis, por mí no te preocupes —dijo con una dulzura que me conmovió.
Aunque me hizo pensarlo por un segundo, le dije que quería pasar esa noche con ella, festejar la Navidad como los ateos lo hacían. Noté que mi chiste no le hizo gracia, pero prefirió ignorarme.
—Entonces dime en qué piensas —preguntó a rajatabla.
Estaba por decirle lo del árbol, pero sabía que lo tomaría como indirecta, así que le conté de una vieja tradición que teníamos en casa cuando éramos pequeños. Mis papás nos ayudaban a mis hermanos y a mí a preparar una charola con galletas de avena que mi madre horneaba y las poníamos en una mesita que estaba cerca del árbol, también dejábamos un vaso de leche para Santa Claus, porque debía de llegar cansado y hambriento de entregar tantos juguetes por todos lados. Además, poníamos unos platos con agua y otros con alfalfa para sus venados. Cuando era pequeño esa era la parte más emocionante de la Navidad: los cuatro nos peleábamos por llevar la charola de Santa y casi siempre derramábamos la leche, así que mi mamá ponía orden, llenaba un nuevo vaso, limpiaba la charola y designaba a dos de nosotros para llevarla. Al día siguiente nos levantábamos apenas salía el sol, pero en lugar de abrir los regalos nos íbamos directo a encontrar que, al platón de galletas que estaba desbordado una noche antes, sólo le quedaban tres o cuatro y una estaba a medio morder; el vaso de leche estaba completamente vacío, mientras que se notaba que los renos se habían deleitado con la alfalfa y el agua, pues lo poco que sobraba de sus platos estaba regado por el piso y había líquido y yerba en el mantel de la mesita.
Conforme los años pasaron dejamos de creer en Santa Claus, pero mi mamá seguía haciendo el ritual de las galletas de avena, la leche, la alfalfa y el agua cada Navidad, y al despertar encontrábamos la sala como si hubieran estado ahí el gordito de los regalos y sus renos. Cuando ya no le pedíamos regalos a Santa, el 25 siempre había un regalo debajo del árbol para cada uno de nosotros: unas pantuflas que, por lo regular, nos duraban hasta el siguiente año. Cuando le agradecíamos a mis papás, nos decían con una sonrisa que eran de parte de Santa Claus, no de ellos.
Siempre nos pareció un detalle hermoso de mi madre querer conservar esa parte de nosotros, pero no se lo conté nunca a nadie hasta esa noche a Elvia. Cuando terminé de decirle me arrepentí de revelar el secreto, pensé que ahora sí saldría la atea burlona que todos pensaban que era y no me bajaría de ridículo, pero no fue así.
—Es lo más hermoso que he escuchado desde que somos novios… —dijo con una ternura que culminó en un beso. —Me siento culpable por quitarte eso—, se reprochó a sí misma en voz alta, pero le dije que no había sido decisión de ella, sino mía.
Se levantó del sofá con cierta incomodidad y fue directo a la cocina, que se encontraba a sólo unos pasos de donde estaba el sofá. Desde ahí me gritó que me compensaría por pasar la noche con ella. Cuando me levanté para ir a ver qué estaba haciendo me advirtió que era una sorpresa y que era mejor que me quedara donde estaba. Podía escuchar que movía ollas, que abría la llave del agua y encendía un par de hornillas de la estufa. Prendí la televisión para que la espera no fuera tan larga, pero sólo pasaban las historias navideñas de siempre, las que alguna vez debieron ser buenas, pero de tanto exhibirlas perdieron su sabor.
Comenzaban a cerrárseme los ojos del aburrimiento cuando, por fin, Elvia salió de la cocina con un plato de pasta al pesto con piñones, coronado con queso parmesano; parecía de concurso, lo puso frente a mí y fue por su plato a la cocina. Elvia era una excelente cocinera, así que su idea de compensarme mi primera Navidad sin Navidad con pasta no fue nada mala. Abrí una botella de vino, brindamos por mis navidades pasadas y cenamos una de las pastas más deliciosas que recuerde haber probado. No nos movimos del sofá y dejamos a la televisión haciéndonos ruido de fondo. Si este era el principio de otra etapa maravillosa con Elvia, me parecía perfecto que fuera justo esa noche.
Nos acabamos la pasta y seguimos con la botella de vino. A mí me relajó lo suficiente como para no extrañar a mi familia esa noche, a Elvia le subió la temperatura de la cabeza y del cuerpo.
—La pasta no era la compensación, tontito.
Se me acercó muy lento y sacó la lengua para rozar mis labios. Provocó el efecto que buscaba, tal vez más rápido de lo que ella hubiera imaginado. Ese roce de su lengua me recorrió cada hueso del cuerpo en un segundo. Mi respuesta fue acabar con sus sutilezas, la tomé de la cara con ambas manos para darle un beso largo y profundo que ella recibió sorprendida pero sin queja alguna.
Fui recorriendo con prisa cada rincón de su boca para después pasarme a su cuello, su piel suave fue lo que más me excitó desde la primera vez que hicimos el amor, pero ahora era imposible contenerme, quería mucho más que su cuerpo. No recuerdo si le quité la ropa o ella se la quitó, el chiste es que los dos estábamos desnudos en unos cuantos segundos. Creo que si hubiera concursos de encuerarse rápido hubiéramos impuesto una marca esa noche. Cuando la penetré estaba tan húmeda que pensé que acabaríamos en dos minutos, así que decidí alargar un poco más el momento. Cada respiro de Elvia era de una profundidad que parecía que se iba a acabar el oxígeno del cuarto en un par de exhaladas, me adapté a ese ritmo. Estábamos por terminar los dos cuando una voz nos interrumpió.
—Perdona, pero es que si no te entrego esto ahora, ya no te lo voy a dar nunca.
La voz que escuchamos era la de un anciano amable, pero con mucha vida dentro de él, incluso daba confianza, pero aún así, casi nos saca el corazón del pecho cuando la oímos. Volteamos a la puerta pero no había nadie, mi siguiente instinto fue ver en al rincón donde quería que estuviera el árbol de Navidad, era ahí donde estaba: una persona que no llegaría al 1.20 de estatura. Se estaba tapando los ojos con la parte interna del brazo derecho y en el izquierdo llevaba una caja como de zapatos envuelta en papel navideño rojo con un enorme moño verde, como los regalos que nos dejaba mi mamá debajo del árbol cuando ya no le mandábamos cartas a Santa Claus.
—Perdón por interrumpirlos, pero esta noche es la más ocupada del año, ahorita les estamos entregando a los grandes, en la madrugadas van los pequeños, justo pasaba por aquí y pensé que era buen momento para dejarte tu regalo.
Aunque podría prestarse a una confusión, el hombrecito se dirigía a mí. No me veía porque en realidad hacía un gran esfuerzo por taparse los ojos, pero sabía que me estaba hablando a mí, al hombre que todavía estaba adentro de Elvia.
Tan rápido como me desvestí (o me desvistieron), me puse los jeans, me los abroché y fui hacia el señor con el regalo. Cuando fijé la vista en él me di cuenta que estaba vestido como un duende de Santa Claus: un uniforme algo ridículo de pantalones verdes, un cinturón negro y grueso que rodeaba un abrigo rojo, y un gorro del mismo color idéntico al de Santa Claus.
Cuando quedé a un paso de él volteé hacia Elvia; estaba petrificada, tapándose el torso con uno de los cojines del sofá y viéndome junto a aquel hombrecillo. Por alguna razón sentí una calma que no había experimentado desde niño, no le tenía miedo al intruso que había interrumpido la máxima noche de pasión que había tenido hasta ese entonces. Le jalé con suavidad el brazo con el que se cubría los ojos, ¡me sorprendió ver la misma cara del Santa Claus que mis papás ponían en el centro del árbol! Él se dio cuenta que lo reconocí, eso hizo que su sonrisa se hiciera todavía más grande.
—Qué bueno verte despierto —dijo con una sinceridad que me hizo pensar que me conocía de toda la vida. Lo siguiente que hizo fue estirar el brazo con el regalo. —Creo que ya sabes lo que es.
Lo abrí de inmediato, era un nuevo par de pantuflas. Me dijo emocionado que me las probara. Así lo hice. Como las de cada año, se sentían maravillosas, como si miles de personas pequeñitas estuvieran adentro de ellas con la única tarea de acariciarme y masajearme los pies.
Elvia seguía en la misma posición, parecía una estatua. Cuando me dirigí hacia ella, el anciano limpió su garganta para llamar mi atención.
—Me da mucha pena, pero ¿tendrás de esas galletitas de avena y tantita leche?
Fui a la cocina, en una de la gavetas tenía una lata llena de galletas de avena que mi madre me había dado esa mañana. Llené un vaso de leche y se lo llevé junto con la lata al hombrecito. Al llegar, juntó las manos como si estuviera aplaudiendo, pero no se escuchó nada. Le dejé la lata abierta, tomó una galleta y se la llevó a la boca. Cerró los ojos muy lento y aspiró el olor de las galletas mientras saboreaba la que tenía en la boca.
—Celestiales, como siempre.
Abrió los ojos, pero en lugar de darle otra mordida, la remojó en el vaso de leche que había dejado en el piso. Ahora se apresuró para acabársela, pero a cada mordida y a cada trago me veía con una sonrisa contagiosa.
—Muchas gracias, con esto ya puedo seguir.
—Pero, ¿quién eres?—, le pregunté con toda la curiosidad que me cabía en la cabeza.
En ese momento se quitó el gorro para enseñarme una calva brillante y hacer una reverencia.
—Soy uno de los enanos de Santa Claus, mucho gusto.
—Pero si los enanos de Santa parecen niños chiquitos.
El anciano se rio y me dijo que ellos también envejecen, pero que nunca dejan de trabajar.
—Si esperabas a Santa, sólo va a las casas donde hay niños. Darle a los grandes ya es mucho trabajo para él.
El enano me agradeció de nuevo y se dirigió a la puerta.
—Tiene llave, ¿me abres?
Tomé mi juego de llaves de la mesita cerca del sofá y le abrí la puerta. Se despidió diciéndome que nos veríamos el siguiente año. Antes de salir volteó a ver a Elvia que, por fin, había cambiado de posición, ahora escondía su cuerpo desnudo detrás del respaldo del sofá y sólo dejaba ver su rostro hermoso y sorprendido, y sus manos, que se sostenían del respaldo.
Esa fue mi primera Navidad con Elvia, y también fue su primera Navidad.
Alberto Rojas Eguiluz
Tiene 49 años y ha sido editor y escritor de revistas y sitios web por más de 25 años. Escribe porque es la mejor forma que conoce de conectarse con todo.