María estaba enamorada. Sí, enamorada como se enamoran las avestruces de un hueco en la arena. Tenía quince años y todas sus ilusiones puestas en vivir para siempre al lado de ese hombre de barba tupida con olor a canela y miel. Él le juró amor eterno y a cambió sólo le pidió que refrendara ese amor con un beso que se convirtió en una caricia que terminó en cinco minutos de sentir cómo un rayo la partía en dos colándosele por entre las piernas.
