Fuga

Hoy no hubo olor a café ni baño de luz para despertarme. Fue mi cuerpo el que renunció a seguir entre las sábanas a media mañana, motivado quizá por unos cuantos trinos perezosos. Le llamé. Silencio. Supuse que había salido por las compras, después de todo era lunes, el día menos peligroso para aventurarse, había concluido él después de sus incursiones al exterior. Mi cuerpo susceptible se lo agradecía, aunque mi psique estaba cansada de tanto encierro. Jugué a la consentida. Mensajito: “Amor, te encargo mi croissant de almendras. Besos”. Silencio pero no solo silencio. Noté que ese día no había estado activo. Extraño. Le marqué. Inmediatamente recibí respuesta: el teléfono sonó en la sala. No era la primera vez que lo olvidaba. Paciencia, me dije y me dispuse a disfrutar de una larga ducha.

Alisté lo imprescindible para el almuerzo: ingredientes seleccionados y picados —en su caso—, la cafetera cargada, el jugo en el refrigerador. Me esmeré en poner la mesa y al final retiré el atisbo de angustia que se me había colado entre los cubiertos. Decidí que no venía al caso. Sí, ya se había tardado un poco más de lo habitual, pero eran tiempos especiales. Regresé a la recámara. Quizá hoy, que mi transformación podía ocurrir sin testigos, podría sorprenderlo con un look menos cotidiano. Imaginé su gesto de agrado cuando me descubriera maquillada y vistiendo ropas de calle al llegar.

Los minutos pasaron y mi mente se volvió un campo de batalla. ¿Dificultad con mis medicamentos?, lista de lugares seguros, ¿accidente?, precaución, ¿detención?, ya me habría llamado, ¿asalto?, prudencia, ¿desaparición?; no, ya no tiene edad.

El interfón me sacó de mis cavilaciones. Que si podía mover el coche para que saliera el vecino, por favor. Los dos juegos de llaves estaban en su lugar. Bajé como zombi mientras las posibilidades no contempladas saltaban a la arena. No, el señor no ha salido, me informó el portero. Regresé transformada en ráfaga, abrí cada puerta del departamento y lo encontré: sentado frente a la ventana de nuestro pequeño estudio. Mi habla no encontró respuesta. Sus muy abiertos ojos estaban fijos en la nada. Mi cercanía no lo inmutó. Lo busqué en sus pupilas dilatadas y supe que se había marchado, que ya no estaba confinado conmigo.

Es increíble cuánta energía se requiere para ocuparse de una presencia vacía de voluntad. ¿Cómo hacer dormir a quien se quedó bloqueado en una falsa vigilia?, ¿cómo consolar a quien no expresa pesar? Lo intenté todo antes de correr riesgos: acostarme abrazándolo, hacer caer el agua tibia sobre su cuerpo, ponerlo frente al plato humeante esperando que su olor favorito lo hiciera salivar primero y alimentarse después. Nada. Ni la lectura de su prosa preferida ni aquellos acordes que llamamos nuestros me lo regresaron.

Es increíble cuánta energía se requiere para ocuparse de una presencia vacía de voluntad.

Al final no supe qué pudo más, si mi cansancio o el horror de verlo de una pieza de manera permanente, una hora sí y la siguiente también; de escuchar su respiración acompasada y ver ese parpadeo periódico, como si todo fuese normal y al mismo tiempo estar consciente de que él no lo está.  Me rendí ante mi incapacidad para cuidarnos. Agarré los papeles, estrené mi cubrebocas, le coloqué el suyo y, en taxi, llegamos al hospital. Hacía tanto que no manejaba que preferí no arriesgarnos.

En la ventanilla insistían en que la ficha de pago ya no era válida, que debía tener, a lo más, un mes para que nos dieran el servicio. Pero era la única que traía ¿o no? Fue solo en ese momento, uno muy breve, que mi mano izquierda soltó la suya. Quizá porque nunca fue mi hábito llevarlo como a un niño o porque me había acostumbrado a encontrarlo clavado en donde lo dejaba. Quizá porque imaginé que si buscaba con las dos manos en el atado de papeles, encontraría una ficha de pago reciente. Un momento nada más, ese, y él desapareció.

Desapareció como su madre cuando lo dejó sentado sobre aquella banca en el corredor de la casa de su abuela. Aquella primera vez que entró en este estado. Durante semanas se cerró al mundo. Se negó a levantarse de la banca y a aceptar que ahora esa era su casa. Estaba convencido de que su madre volvería por él. Sin comer ni dormir, pronto fue fácil vencer sus pequeñas tenazas y liberar la banca para trasladarlo, semiinconsciente, primero a una cama y después al hospital en donde, tras muchos medicamentos y terapias, regresó a su cuerpo. Hacía años de aquello y, que yo supiera, no le había vuelto a pasar.

Abandoné mi lucha por ingresar a un doble ausente. Se le declaró desaparecido, aunque las cámaras lo captaron saliendo del hospital caminando como autómata.

Hoy sus redes sociales y nuestro hogar resienten su ausencia. Nada en ningún lado. Nada por ningún medio.

Aparecerá, me digo, y debo ayudarlo. Me comunico a su trabajo. Que ya no es tal, me dicen. Que hace tres meses la empresa tuvo que cerrar. Que se le liquidó conforme a la ley. Entiendo, suspiro y comienzo a buscar el portal para alcanzarlo.

Elizabeth Pérez Cortés

Profesora e investigadora en Ciencias y Tecnologías de la Información.

Escribe para encontrarse.

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