Fresas nevadas

Siempre me lo dije en tono de reprimenda: Normita, son chingaderas. Yo era soltera, joven, rozagante e inteligente, o al menos eso creía. Tenía el mundo a mis pies y también a algunos galanes muy dignos de ver.

Pero no, ¡ah no!, me tuve que fijar en el divorciado. Aquel señor pulcro, caballeroso, que siempre dejaba una estela de aromas amaderados y se comía el mundo de una sola mordida.

Después de mucho admirarlo, porque nadie ama lo que no admira, le creí. Sí, le creí todas y cada una de sus palabras; sus viajes, vivencias, risas, dramas, incluso la más triste de sus historias y cómo fue el infierno de su divorcio. Sentía que me ardían el cuello y las orejas cada vez que me platicaba la frialdad con la que lo trataba su ex. ¡A él, un señorón!

Recuerdo la ansiedad en mis manos hace 19 años, cuando esperaba un mensaje de SMS en mi celular análogo, la sensación de euforia que yo confundía con felicidad y que asociaba con ese peculiar olor a fresas recién machacadas que tanto me gusta.

Él no tuvo más que disparar el primer “te amo”, no tuvo más que pedirlo para que yo, sin reparos, dijera sí y mil veces sí, sí a todo. Y dejé mi mundo y me fui al de él sin un papel de por medio más que el compromiso de nuestras palabras.

Ocho meses duró la felicidad, esa que invade cada poro de la entrepierna. Ocho meses desde que dejé a mis viejos parados en la entrada de mi casa, estupefactos y ahogados de tristeza por ver a su niña partir con un desconocido.

Tenía 19 años y la vida resuelta con un hombre hecho y derecho de 38. Un hombre al que le sobraba el mundo que a mí me faltaba. Una relación donde se juntaron el hambre y las ganas de comer y donde yo me repetía: “es tan fácil ser feliz en las buenas”.

Pronto ese olor a fresas recién machacadas se convirtió en hedor a fresas enmohecidas. Así como cuando ni las alcanzas a sacar de la cajita y ya están echadas a perder, blancas como fresas nevadas.

Empezaron las ausencias y con ello las mentiras, los pleitos, gritos, portazos. El nudo entre la garganta y el estómago cada día se hacía más grande.

Mientras veía por la ventana cómo las jacarandas desprendidas por la lluvia eran tratadas con desprecio por quienes transitaban la calle, un sobre amarillo tamaño carta se asomó por debajo de la puerta principal.

No tenía remitente pero yo era la destinataria. Lo abrí con una sensación de vértigo. Un acta de matrimonio de Guadalajara, otra acta de matrimonio del D.F., una foto de un pequeñito de unos tres meses y una nota que decía: “Se acabó la luna de miel”.

La verdad era agua fría a raudales y yo me sentía desnuda parada en Siberia.

¡Pedazo de cabrón, malparido, hijo de puta… porquería! Quería ahorcarlo en cuanto cruzara la puerta, matarlo, derretirlo con algún tipo de láser en mi mirada. Y más cuando no negó ninguna de estas cosas y trataba de calmarme. Yo quería agarrar a batazos su casa, su coche, a él… Pero no: me ganó el amor y fui cobarde. Agarré mis cosas y me largué dando un portazo. Regresé rota con mis viejos.

Él ahora es viudo, vive en Guadalajara y sigue casado en CDMX. Diego, su único hijo, tiene 19  años.

Siempre te lo dije, Normita: son chingaderas.

Norma Alicia Jaime Mellado

40 años. Artista de corazón y banquera de oficio desde hace 18 años. Escribe para aprender a vivir y dejar de sobrevivir.

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