Recuerdo cuando padre me colocaba en sus piernas y me sonreía, cosa rara en él. Nos sentaba alrededor del fuego para decir lo agradecido que estaba de haber recorrido juntos doce lunas más; contaba aventuras y anécdotas de las mejores cacerías y siempre, sin olvido, hablaba de lo referente a la familia: la unión y las bendiciones de los dioses, haciéndonos pasar veladas extraordinarias.
Padre era un hombre alto, de piel agrietada y curtida al sol, manos fuertes y callosas, duro consigo mismo y con los demás. Trabajaba en el campo todo el ciclo desde el alba hasta que el dios Febo cerraba sus ojos; nunca se dobló ante el dolor, el calor o el frío. Madre siempre lo recibió con un buen guiso, un fuerte abrazo y un pegajoso beso en la mejilla.
Se acercaban los ciclos con más oscuridad del periodo y a mí me entusiasmaban y me invadían de alegría; pronto habría comida en abundancia, música y fiesta durante las cinco noches posteriores a la llegada de padre que, como cada cuatro periodos, se ausentaba dos o tres jornadas para regresar cargado de viandas y un árbol del Bosque de Lobos; el mas frondoso, verde y aromático. Lo decorábamos de infinitos colores y aromas, con flores frescas paciencia y festividad.
El ciclo en que cumplí 22, el caballo, en su delirio, derribó a padre quitándole su fuerza y entereza. A partir de entonces, todas las noches al regresar al hogar luego de remover tierra, cortar leña y atender mis obligaciones, me sentaba a lado de padre y él me enseñaba la historia, costumbres y tradiciones de los ancestros. Nuestra sangre era su mayor orgullo. Su voz recorría décadas en las raíces sembradas. Aprendí, a sudor y sangre, todos y cada uno de los nombres de nuestros dioses, ofrendas y actitudes. Me instruí en la siembra del sustento, conocí qué maderas cortar, qué raíces y hojas medicinales traer a casa, cómo lucen las nubes de tormenta y hasta a interpretar la luna. Padre enfatizó que el conocimiento más importante era el referente a la bruma (el solsticio de invierno), las fiestas Saturnales en agradecimiento al dios Saturno, quien enseñó al hombre a trabajar la tierra.
Madre hizo lo mismo con mis hermanas, les habló de la diosa Vesta para mantener el hogar impoluto, del dios Juno para la unión de parejas y, reunida la familia, una vez a la semana hablábamos de Plutón para honrar a los muertos.
La vid dejó caer sus hojas en toda la viña pregonando la fría temporada, era hora de cortar, se acercaban las jornadas festivas, este era el primer ciclo que padre no abandonaría la villa. Madre estaba nerviosa y en casa se almacenaba una tensión invisible.
Llegado el mes de la doceava luna, por el camino empedrado entró un caballo frisón negro imponente a todo galope. Me sorprendió cuando regresaba cargado de trigo para el pan. Apresuré el paso para conocer a tan extraña visita que ahora se encontraba sentado al lado de padre con un buen vaso de vino en la mano.
—Hijo, te he instruido durante toda mi vida en las tradiciones y menesteres de esta villa y esta familia. Hoy es de suma importancia para todos. ¿Recuerdas mis ausencias previas a las fiestas Saturnales? —Asentí con la cabeza sin dejar de mirar al extraño. —Giovanni será tu maestro y guía en tan noble labor, ya que a mí me es imposible moverme de aquí.
—¿Qué labor, padre? Me has enseñado todo lo que sé y nunca me hablaste de esto.
—El sacrificio al dios Saturno, hijo. Cada año, al termino de la recolección, se sacrifica una vida humana en honor a nuestro Dios, de preferencia un menor. Lo enterrarás en la base del árbol que cortes dentro del Bosque de Lobos y, como todos los años, ese acto traerá prosperidad a la cosecha y vida a nuestra familia por toda la eternidad.
Mis oídos no daban crédito a lo que acababa de oír, siempre respeté la autoridad paternal y las tradiciones, pero sacrificar a un afín era algo inaudito. La tensión me invadió y apreté mi vaso hasta que se hizo añicos de barro que se esparcieron, húmedos de vino, sobre mí. Padre bajó la mirada al piso. Giovanni me sirvió otro vaso y dijo con voz profunda, áspera y amarga:
—Hijo…
—¡No soy tu hijo!
La mano desgastada de padre se levanto con el índice apuntando al cielo, yo callé y escuché.
Giovanni retomó la palabra.
—Para todos fue difícil la primera vez, a partir de hoy marcarás el destino de tu familia y de las generaciones venideras. Es imposible romper la tradición. La desgracia y la mala fortuna invadirían a los tuyos.
El vino dulce amargaba mi paladar, las paredes giraban en torno a mí, mi pecho se sobresaltaba y mis pensamientos eran confusos. Maldije a todos los dioses, a Roma, a la vida entera. La época en la que tanto sonreía colmado de dicha estaba manchada de sangre. No lo podía concebir, tal fue mi agitación que me desvanecí.
A la mañana siguiente, Giovanni y yo partimos con un carro de paja amarrado detrás de los caballos con los enseres de dos jornadas hacia aquella unión de villas, mis hermanas me despidieron con sonrisas y madre con una cara mustia. Cuando los ojos de padre se clavaron en mí, me tomó de la nuca con sus dedos huesudos ejerciendo la presión adecuada para levantar mi mirada y enfrentarlo. Expresó lo orgulloso que lo hacía sentir.
Cuando tuvimos la cálida villa a la vista, mi acompañante desenvolvió dos fardos negros de tela muy desgastada y me mostró dos puñales de buena aleación y afilados para cortar incluso el aire.
—Es tiempo. —dijo.
Mi estómago se endureció y el calor se me impregnó en el rostro, la sangre recorrió vertiginosa mis venas obligándome a apretar las quijadas en un lastimero malestar. Perdí mi cordura y sensatez, un sólo puñetazo marcó el rostro de mi acompañante cerrando sus párpados agrietados, lo amarré, lo llevé al pueblo y confesé sus crímenes sin saber su culpabilidad ni las consecuencias. Padre me preocupaba.
La gente se alteró, sus miradas se llenaron de odio y de amargura hacia el bulto viviente que cargaba. En breve vi azadones, trinches y una que otra antorcha. Él gimió balbuceando palabras innombrables, comenzó a maldecirme y a sentenciarme los peores presagios. Finalmente murió. El sacrificio se había realizado y pude ganar honor y libertad.
Al jornal siguiente entré a la villa con coloridos frutos exóticos, telas preciosas, orfebrería de gran gusto, alimentos de excitantes aromas y un elegante y pulcro abeto del Bosque de Lobos. Festejamos en familia, reímos, bailamos y gozamos durante varias noches.
Padre no preguntó nada, murió dos lunas después y no hubo más sacrificios.
Las cosechas han sido excelentes. En el cielo aún veo la injusticia de tantos ciclos, pero la vid sigue creciendo y el sol sale cada día.
Fernando Dacasa Gandarela
49 años, se dedica al comercio.
Escribe porque le parece la mejor manera de acercarse a la sabiduría y a la educación.
Cree en la importancia de fomentar la lectura por medio de lecturas sencillas y comprensibles. Está convencido de que la literatura mueve al mundo.