Nunca tuve el Trepidy Gravidy, que era una especie de camioncito espacial a pilas que subía y bajaba por rieles que uno armaba al gusto. Mi primo Chuy sí lo tuvo. Tampoco tuve el espirógrafo, que consistía de una serie de bolígrafos de colores, reglillas y engranes circulares de diversos tamaños con hoyos que servían como guías para dibujar patrones circulares como fractales. Mi primo Chuy sí lo tuvo. Cómo envidiaba a mi primo Chuy.
Aquella Navidad pedí una caja grande de colores Fantasy. Sabía que los Prismacolor eran mejores, pero más caros y, pues, éramos siete hermanos, así que, Fantasy. Lo más que había tenido era una caja de doce colores Jungla largos, esa que tenía un león sonriente y dejaba ver los colores por los dientes. Eran del tamaño de un lápiz, no como los que venían en los paquetes escolares que tenían la mitad de ese tamaño. Me había hecho un experto en combinar colores para tener más posibilidades. Combinar azul con amarillo para obtener verde, por ejemplo. Sabía también que, si primero pintaba el azul y después encima el amarillo, obtenía un tono diferente de verde que si hacía lo contrario. Hacía combinaciones hasta de tres colores, pero sabía que esas tonalidades ya venían en las cajas profesionales, las que tenían más de doce lápices.
Esa mañana de Navidad, al ver un regalo rectangular y delgado como una tabla, me dio un vuelco el corazón. Lo supe, era la caja de colores Fantasy. Le quité la envoltura y el color rojo del estuche me lo confirmó (el estuche de los Prismacolor era azul). ¡Treinta y seis colores! Felicidad cromática. Tenía tres tonos de amarillo, otros tantos de naranja, varios verdes, ocres y muchos azules. Guinda, morado y púrpura. Pero lo mejor, los que competían por el Santo Grial de la luz, eran: el plateado, el dorado y ¡el color carne! Sí, había un color carne. Nunca más pintaría los rostros de color rosa. Aunque, en la vida real, nunca he conocido a alguien que tenga ese tono en su piel, a menos que use maquillaje. Y mi piel es café claro en la ciudad y un poco más oscura al sol.
Pintar ciertos países de plateado o dorado en los mapas escolares era algo que hacía que mis compañeros se quedaran con la boca abierta. Estaba insoportable con mi tesoro de colores que, además, se abría y se doblaba en una especie de atril que desplegaba como pavorreal su menú en mi mesabanco. Fue el mejor regalo que he tenido por navidades. Hasta ese entonces, yo me veía como dibujante en el futuro. Me soñaba dibujante de historietas y contador de historias. Lo probaban las muchas libretas y cuadernos de dibujo que estaban habitados por superhéroes con sus mallas, capas y escudos de múltiples diseños y colores, y todos los personajes de mis caricaturas favoritas. Aún conservo alguna entre mis libreros.
Y dije que iba a ser dibujante hasta el día en que empecé a dibujar cuerpos femeninos al natural y mi madre me tachó de degenerado sexual. Nunca entendí: Hombres musculosos, sí. Mujeres curvilíneas, no. La censura religiosa metía sus narices en mi vida por enésima vez.
Lo que tenía claro desde niño es que la vida tiene muchos colores, que no es en blanco y negro, y que, —parafraseando a Forrest Gump—, es como una gran caja de colores Fantasy. Siempre habrá un color que te emocione más que otro, pero allí están todos y allí están la grandeza y la maravilla, en la diversidad. Que entre blanco y negro, malo y bueno, positivo y negativo, hay toda una gama de opciones, que esos son sólo los extremos y nosotros navegamos entre uno y otro.
Renuncié triste a mi carrera de dibujante y sólo hice el intento de recuperarla cuando me metí a estudiar arquitectura, pero la vida me dio una nueva opción: la música. Esa tampoco fue del agrado familiar, pero fue tan fuerte su llamado, que abandoné el hogar para poder ejercerla. Ahora pinto mi mundo de otra manera, con sonidos. Cambié aquellos treinta y seis colores por doce notas musicales, y cuento historias con ellas. Valió la pena.