En la primera parada del viaje, junto a la caseta, decides comprar un buen
whisky y mezclarlo en el vaso de café con la mitad de una Coca-Cola de 500 ml. Sería uno doble, las matemáticas no fallan.
Subes al auto de nuevo, sabes que no conducirás. Los autos son para aquellos que se los ganan, para quien puede pagarlos, es lo que enseña la sucia industria automotriz. Tomas cualquier negativa a una posibilidad como afrenta, incluso ahora: estás bebiendo antes del mediodía porque dicen que eso no se hace. Conforme el carro avanza sobre la carretera, sientes que las memorias te laceran.
El alcohol no elimina el dolor, la marihuana sólo te sume en una imposibilidad tras otra, pero ¿a quién le importa?, ¿a ti?, no. El punto es no existir. Esa es tu venganza contra el mundo, la no acción.
En realidad siempre te ha gustado la Navidad, aunque la hagas de Grinch o Scrooge con un mensaje anticapitalista. Te gustan los regalos, el alcohol, la buena voluntad y el olor a la comida; lo que hace más difícil todo esto. Ir al pueblo de tu abuela, ahora muerta, e ir sin ella cuando apenas hace un año los dos montaban juntos los caballos de la tía.
Ya esperas los comentarios indiscretos: «¿y la güerita alta?». Pero eso será luego, ahora tu único problema es vaciar lo más pronto posible este whisky con soda.
Los recuerdos, como pedradas contra el carro, hacen alboroto y se mezclan en tu mente. Esa esquina fue donde besaste a “la güerita alta», aquella otra es donde tu abuela te puso un manazo por salir a las maquinitas en pleno bautizo del sobrino. Acá la calle que cruzaste con Roja sobre una bicicleta de niña. Resuenan las risas, como haciendo eco en el tiempo, las burlas de los machos pueblerinos al verte andar en una bici rosa.
La iglesia donde le dijiste «si un día nos casamos será aquí, frente a este Cristo de oro”. La misma donde tú, un ateo acérrimo, rezó por el alma de su abuela frente a un cuerpo tieso. Año de pérdidas, de dolores; cuchilladas que parecieran orquestadas por una fuerza superior. Te abandonas, le dejas a la suerte toda decisión.
Al llegar, la casa trae más recuerdos. Sales y, al poco rato, el sol quema tu piel sobre un montículo de tierra seca frente a un campo de maíz, está negro por el método que tienen acá de fertilizar: incendiándolo todo. Como ahora tú quemas todo dentro de ti para poder empezar de nuevo. Un paisaje oscuro, cegador y ardiente. Abrasa como el Red Label cuando pasa por tu garganta. Al principio lo combinaste con Coca, ahora va solo, para que sane más rápido la herida.
La Navidad hace que te aferres más a esta terca decisión de no estar. De no ser. De no existir. Castigándote por perderla, por perderlas. «Pero ¿por qué te castigas?, si tú no podías hacer nada». Te dice tu hermano al levantarte y después sacude la tierra seca de tu espalda. Balbuceas que te deje en paz. Que eres feliz así, en el suelo. Que el sol está rico y un colchón de tierra es algo que no se encuentra en casa. Y que sí pudiste haber hecho mucho pero ya es tarde. Siempre es tarde, lloras.
Llega la hora que más odias. La hora de la posada. Esquivaste los encuentros con todo familiar mayor de siete años. Quieres volver, volver a ser uno de ellos, depender de alguien más. Cargar con el pesado equipaje de ser feliz es una tortura, pero estás sólo, sin Roja y sin tu abuela. Te dejaron, las dejaste. Se dejaron.
Se acerca el menor de tus sobrinos, Santiago, trae para ti un pedazo del pastel. Te lo ofrece. Lo miras con desdén, odias la sonrisa que dibuja su cara. ¿Por qué puede ser feliz? Lo envidias. Te ríes. Buscas otro Bacardí, te lo niegan. Sales de la casa y vas a la plaza. El enorme árbol navideño te recibe. Le marcas a ella. No contesta. Dejas un mensaje en el buzón. ¿Por qué te lastimas? No sabes.
Te hartas. Te hartas de que cada segundo sea como una aguja en la espalda; molesto, innecesario. Piensas en la laguna que atraviesa la carretera. Ahorita ha de estar desolado. Nadie se enteraría. Vas para allá, sólo hay que seguir el camino de tierra. Derecho, derecho, derecho. Está oscuro pero no hay lío. La noche es larga y eventualmente llegarás.
En medio de la carretera, frente al falso infinito, alguien te jala del brazo derecho. Roja aparece y te convence de no saltar. Te abraza, lo sientes real. No importa que tu cerebro diga que está a kilómetros de ahí. Sabes que ella se encuentra contigo. Al abrazarla percibes el tenue olor frutal de su piel. Sientes entre tus manos los hilos que son sus cabellos. Tu pecho recibe el calor que había perdido. Sonríes y cierras los ojos. La estrujas más fuerte. Desaparece.
Caminas hasta la casa y llegas al amanecer, cuando están apagando la fogata. Tu padre y tu hermano te reprochan que toda la noche te han buscado y que nadie ha dormido, ni siquiera tu tía, la hermana de tu abuela. Te ordenan que te disculpes con ella, que es lo mínimo que merece. Entras a su cuarto mientras recoge algunas cobijas.
—Me apena mucho haber desaparecido.
—No hay problema. ¿Ya estás bien?
—Sí, no sé por qué pero me siento mejor.
—Es gracias a tu abuela. Supe que estarías bien desde que, ayer por la noche, me visitó.
Sonríes. No estás solo.
Luis Velázquez Crespo
Nació en 1993 y es comunicólogo . Criado en la Ciudad de México, pero universal como la literatura. Para él, narrar es una necesidad equivalente a respirar.
Antes de Te de Querer sus historias vivían en servilletas de bares baratos.