Desde hace mucho tiempo he servido al gran muralista Sebastián Rivera, quien, a pesar de los años, sigue siendo una leyenda y deleitando a las personas con su arte.
Desde que era una regla nuevecita, recién hecha y perfectamente empaquetada, estaba seguro de mi vocación, hasta el día en que Sebastián me llevo a su casa (en ese entonces una pequeña y modesta habitación) y me empezó a emplear en su oficio.
Desde el momento en que entrabas a su estudio, esa parte tan íntima de su vida, podías observar lo que para él era valioso; a su derecha, en primera fila, estaba aquel portarretratos que ostentaba una fotografía de Sebastián sosteniendo con mucho orgullo la delicada y fina paleta de pintura, con sus colores primarios y secundarios, todas las bellas tonalidades hasta llegar al exquisito color índigo.
Lo único que yo pedía en la vida era ser algo menos “cuadrado”, por ejemplo, un pincel que sin ningún problema se puede desviar y ser libre de exponer sus pensamientos, emociones o sentimientos. O un lápiz que, de igual manera, puede expresarse con gran facilidad, borrar sus errores y no ser juzgado.
La repisa que yo llamo “hogar”, o el lugar donde me empolvo y soy olvidado, está al lado de la escalinata donde mi dueño se sienta a buscar la inspiración mientras yo sólo lo observo. La última ocasión que salí de ahí, fue cuando Sebastián se tropezó y golpeó la repisa derribando con su hombro todo a su alrededor, y yo salí volando para después ser encontrado por el perro, que jugueteo conmigo. Por lo menos ese día hice feliz a alguien.
Yo siempre he deseado ser un útil y jacarandoso instrumento de arte que exprese muchos sentimientos, pero no, soy tan cuadrado que, por más que me esfuerzo, sólo puedo expresar líneas rectas.
Todas las tardes después de la merienda, Sebastián tenía el habito de salir a tomar el sol en el patio, sentado junto a la gran higuera que, con tanto amor, plantó su abuela. Poco a poco los ruidos y las voces se fueron volviendo parte de mi rutina y, sin darme cuenta, llegó a mi vida la pequeña Teresita.
Nunca me percaté de lo rápido que pasó el tiempo, hasta este día en el que, sin previo aviso, Sebastián me tomó entre sus dos manos cansadas y marcadas por los años, y llamó a su hija. Ya no es una niña, sino una hermosa y delicada mujer. Seguirá los pasos de su padre y continuará con el legado que este le heredó. Está lista para emprender su propio camino. Lo único que hacía falta para una digna despedida del nido familiar, era un regalo sumamente importante que Sebastián había guardado por muchos años. ¡Ese regalo era yo!
Sebastián le explicó lo fundamental que yo había sido en el comienzo de su carrera, pues era la base, la seguridad para aprender, y después emprender, proyectos más grandes, como los murales. Fue una gran sorpresa descubrir que todo este tiempo viví con envidia y deseando ser una bella paleta de pintura, cuando era lo más importante y preciado que Sebastián guardaba.
Ahora es momento de acompañar a Teresa.
Mateo Balam Muñoz López
12 años. Le encanta escribir porque es su forma de demostrar que el tamaño o la edad no importan, pues su imaginación es la que lo hace grande.